"La memoria es corta. Tendemos a interpretar el
pasado filtrándolo por el tamiz de lo que vemos en el tiempo presente.
Si en una charla de cafetería preguntásemos cuál de estas dos regiones,
Cataluña o Galicia, contaba con más población en el siglo XVIII,
indudablemente la mayoría de los parroquianos nos dirían que Cataluña,
pues hoy la comunidad mediterránea aventaja a la atlántica en 4,8
millones de habitantes.
Sin embargo, lo cierto es que en 1787 Galicia tenía más población que Cataluña:
1,3 millones de gallegos frente a 802.000 catalanes. Los saludables
datos demográficos del confín finisterrano eran además un síntoma de
pujanza.
En el siglo XVIII algunos pensadores ilustrados presentaban a
Galicia ante otros pueblos de España como un ejemplo de sociedad bien
articulada económicamente.
Bendecida por un clima templado y con generosos dones naturales, ya bien conocidos desde los romanos, buenos amigos de su oro y su godello, entre 1591 y 1752 se estima que Galicia duplicó su población.
Su éxito se basaba en una agricultura autosuficiente, que recibió un
empujón formidable con la perfecta y temprana aclimatación del maíz a
los valles atlánticos. Pero había más.
Una primaria industria popular,
cuyo mejor ejemplo era el lino. Y también, claro, los recursos de las
salazones de pescado, donde tanto ayudaron empresarios catalanes; la
minería, las exportaciones ganaderas, el comercio de sus puertos… Todo
ese edificio gallego, tan perfectamente ensamblado durante siglos y
triunfal en el XVIII, entrará en crisis súbitamente en el XIX y se
vendrá abajo.
Fue un colapso de naturaleza maltusiana (Galicia se torna
incapaz de atender las necesidades que genera su bum demográfico) y da
lugar a un éxodo de magnitudes trágicas: desde finales del siglo XVIII
hasta los años 70 del siglo pasado se calcula que un millón y medio de personas huyeron de la miseria de Galicia. Buenos Aires fue durante largo tiempo la segunda ciudad con más gallegos y ese gentilicio todavía es allí sinónimo de español.
¿Por qué se hunde Galicia en el siglo XIX?
Porque decisiones políticas externas voltean su modo de vida tradicional.
La apuesta por la industria del algodón mediterránea, que será
protegida con reiterados aranceles por parte del Gobierno de España,
arruina la mayor empresa de Galicia, la del lino. Los nuevos impuestos
del Estado liberal, que sustituyen a los eclesiásticos, obligan al
campesinado a pagar en líquido, en vez de en especie, y lo acogotan.
Aislado del milagro del ferrocarril, el Noroeste languidece, lejano,
ajeno a los nuevos focos fabriles, establecidos en Cataluña, con su
monopolio de la industria del algodón, y en el País Vasco, cuya
siderurgia pasa a ser también protegida como empresa de interés
nacional.
Stendhal ante el proteccionismo
El declive de Galicia en el XIX coincide con el
espectacular ascenso de Cataluña, debido al ingenio y laboriosidad de
su empresariado y a su condición de puerta con Francia. Pero hubo algo
más. En su Diario de un Turista,
de 1839, Stendhal, el maestro de la novela realista, recoge con la
perspicacia propia de su talento sus impresiones tras un viaje de
Perpiñán a Barcelona:
«Los catalanes quieren leyes justas –anota–, a excepción de la ley de aduana, que debe ser hecha a su medida.
Quieren que cada español que necesite algodón pague cuatro francos la
vara, por el hecho de que Cataluña está en el mundo. El español de
Granada, de Málaga o de La Coruña no puede comprar paños de algodón
ingleses, que son excelentes, y que cuestan un franco la vara».
Stendhal, que amén de escritor era también un ducho conocedor de la
administración napoleónica, para la que había trabajado, capta al
instante la anomalía: el arancel proteccionista, implantado por los
gobiernos de España en atención a la perpetua queja –y excelente
diplomacia– catalana, ha convertido al resto de España en un mercado
cautivo del textil catalán, cuando es notorio que es más caro y peor que
el inglés.
Un premio colosal,
pues no había entonces industria más importante que la del algodón, que
será pronto matriz de otras, como la química. Esa descompensación
primigenia, el arancel, reescribe toda la historia económica de España.
A
partir de esa discriminación positiva inicial, que le permite arrancar
con ventaja frente a las otras comunidades, pues España era un páramo
industrial, Cataluña va acumulando más y más espaldarazos por parte del
Estado. Aunque también hay que ensalzar el ímpetu y la capacidad de la
burguesía catalana. (...)
De hecho, el resto de
España todavía aportará algo más: mano de obra masiva y barata para atender a la única industria que existía, la catalana (salvo el oasis de Vizcaya).
En el siglo XX llegaran más ventajas
competitivas para Cataluña. En 1943, Franco establece por decreto que
solo Barcelona y Valencia podrán realizar ferias de muestras
internacionales. Ese monopolio durará 36 años.
Fue abolido en 1979 y
solo entonces podrá crear Madrid su feria, la hoy triunfal Ifema.
Catalanas son las primeras autopistas que se construyen en España
(Galicia completó su conexión con la Meseta en el 2001 y la unión con
Asturias se culminó hace dos semanas).
Cuando llegan las libertades económicas y se
evaporan los aranceles y los monopolios, España logra crear, contra todo
pronóstico, la mayor multinacional textil del planeta, Inditex. Resulta
harto revelador que la compañía nazca en La Coruña, en el confín
atlántico, y no en la comunidad que durante un siglo largo disfrutó del
monopolio del algodón y el textil. Lo mismo sucede con las ferias de
muestras de Barcelona y Madrid.
En realidad la libertad económica, unida al ensimismamiento nacionalista, sienta mal a Cataluña,
acostumbrada a competir apoyada en la muleta del Estado
intervencionista. Según la serie histórica de desarrollo regional de
Julio Alcaide para BBVA, en 1930 la primera comunidad en PIB por
habitante era el País Vasco y la segunda, Cataluña; Galicia se perdía en
el puesto quince. (...)" (Luis Ventoso, ABC, 11/02/2014)
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