"“Están reunidos y no se les puede molestar. Ni fotos, ni
‘mudos’ [grabaciones de imágenes sin declaraciones] ni nada”. El furgón
que había sido habilitado en el prado de los Castro en Láncara estaba
sellado a cal y canto por la pétrea seguridad cubana y por los
inflexibles, cuando se ponían inflexibles, servicios de prensa de la
Xunta.
Los dos líderes, Fraga y Fidel, estaban descansando y jugando al
dominó y aquello era como la conferencia de Yalta.
Los dos viajes más famosos del hijo de Ángel Castro Argiz
fueron seguramente el que hizo a Washington a comienzos de 1959, cuando
todavía era un revolucionario relativamente bien visto en Estados
Unidos, y a Nueva York en 1960, cuando ya era un comunista apestado al
que echaron del hotel.
Pero probablemente el más extraño y a la vez
entrañable fue el que realizó a Galicia en julio de 1992. Lo hizo en
correspondencia a las dos visitas que Manuel Fraga había hecho a Cuba,
para desesperación de Aznar.
El desplante del “presidente fundador” del
PP a la política exterior de Moncloa se había justificado porque el
padre de Manuel Fraga había sido emigrante en Cuba, y el propio
presidente de la Xunta había vivido allí de los dos a los cuatro años.
(“Las cosas de don Manuel”, dijeron en Exteriores cuando, en 2005,
recibió a Raúl Castro. “Las cosas buenas de don Manuel”, retrucó el
aludido).
Fidel llegó un lunes por la mañana, y fue recibido por el
gobierno gallego en pleno y el aplauso de un millar de personas en la
plaza del Obradoiro. Fraga le hizo una visita guiada a la catedral, y
por la tarde, Fidel pronunció un discurso (apenas un aperitivo: tan solo
media hora) ante medio millar de invitados entre los que estaba lo más
granado de la intelectualidad y la política gallega.
Recordó que, como
le daba vergüenza decir que era hijo de hacendado, se declaraba “nieto
de campesinos pobres”. Un ciudadano anónimo le regaló un caballo y por
la tarde se dio una vuelta en un pesquero.
Al día siguiente, en Lugo,
con la Plaza Mayor atestada, dio un discurso (también formato europeo)
en el ayuntamiento, en el que se declaró “hijo legítimo de Galicia y de
su espíritu rebelde” y recordó a los gallegos que habían luchado con él
contra Batista. Hasta aquí, el guión habitual de una visita oficial.
Fue en Láncara, una aldea que ya ni siquiera es la capital
del municipio de su nombre, cuando el viaje de Fidel entró en una
dimensión distinta. Allí saludó a lo que queda de su familia y visitó la
casa. La casa de Ángel Castro era como la mayoría de las de su época, y
quedó, abandonada, tal cual: de piedra, de una planta, con el suelo de
tierra y con las dependencias para los animales separadas por un tabique
de tablas.
Los dos viejos líderes, hijos de emigrantes que entraron en
ella no eran los mismos que los que salieron. En una romería en un prado
que fue suyo, comieron y bebieron alrededor de 700 personas en un
ambiente a medias entre Fellini y Kusturica, pero con gaiteiros.
El
revolucionario comunista era reconocido como un vecino por gente a la
que quizá le había expropiado tierras y negocios en la isla del Caribe
que consideraron suya, y por muchos otros que desde luego eran
furibundos militantes del PP, de esos a los que se le suele acha
car las
victorias de la derecha como si en vez de un voto tuviesen diez. Y
marxistas leninistas de la Unión do Pobo Galego compartían pulpo y vino
con personas a las que ayer llamaban caciques (y al día siguiente
volverían a llamar). Hasta Fraga, mientras yo, consciente del momento
histórico, hacía cola para que Fidel me firmase la credencial de prensa,
me invitó (o más bien me conminó a coger) una rosquilla.
Aquella noche, de vuelta en Santiago, Fidel nos tuvo horas en vilo
sobre si habría una rueda de prensa. Finalmente, de madrugada, bajó al
hall para responder a unas preguntas a pie, rodeado de micros, como si
viniese de declarar en un juzgado o de constituir una gestora.
No
recuerdo lo que dijo, pero sí la mirada, como de padre orgulloso, del
que fue vicepresidente de Cuba hasta 2012, José Ramón "Gallego" Fernández
(que no era gallego, sino de origen asturiano). Castro se despidió y
subió a su habitación. Después, los periodistas que remoloneaban por el
hotel fueron testigos de algo que es difícil de creer.
Sobre las tres de
la mañana, muy pocas horas antes de tomar al avión, Castro salió solo, o
muy discretamente acompañado, a las puertas del hotel a contemplar con
melancolía la noche compostelana. Enfrente se desalojaba Liberty, una de
las discotecas históricas de Santiago. “¡Fidel! ¿Qué haces?”, “¡No te
vayas!, ¡Quédate en Galicia!”, le decían los noctámbulos desde la otra
acera.
“Lo siento compañeros, me han tratado muy bien, pero tengo que
regresar”, contestó Fidel Castro. Y se fue, creo que con pena. Sin el
caballo. " (Xosé Manuel Pereiro , CTXT, 26/11/16)
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