19/1/15

El robo en la catedral de Santiago era bastante generalizado. Allí robaban, “por poner un ejemplo: todos”... Tenían pisos que usaban como picaderos

"Un año después del robo, Serafín Castro, Jefe de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, cerró el expediente y suspiró aliviado. Había resuelto exitosamente uno de los casos más complejos de toda su carrera. 

Serafín Castro, curtido en investigaciones contra mafias violentas de delincuentes profesionales, jamás podría haber supuesto que sería una banda integrada por un electricista, su mujer, su hijo y la novia de este la que le daría un vuelco a todo su modus operandi de investigación. 

Y esa mañana, en la rueda de prensa, se sentía orgulloso de un trabajo bien hecho. Abandonó la discreción que le hacía estar siempre discretamente entre bambalinas y, por primera vez en su carrera, se explayó:
"Desconfiábamos de él desde el tercer día pero lo importante no era identificar al ladrón si no que apareciese el libro. Cuando los compañeros policías se lo encontraban por la catedral le preguntaban: “Manolo, no habrás robado tú el códice” y él bajaba la cabeza y no decía ni que sí ni que no. Otro día le preguntamos, “A ver si alguien lo va a quemar, Manolo”, e instintivamente contestó. “No, no, no está quemado”. Aquí ya vimos que le había traicionado el subconsciente".
Podemos imaginar este año de espera, llevando la investigación de este modo tan gallegamente, con sentidiño, sin molestar mucho. “Manolo, venga dinos donde está, hombre”, con la paciencia cósmica que nos acompaña a los gallegos desde siglos, esperando que las cosas se arreglen por sí solas, sin forzarlas, mirando al perenne cielo lluvioso y diciendo: “a ver si escampa”. 

Más tarde todos se apuntaron al carro de ganador de “yo ya lo había imaginado”. El deán de la catedral dijo: “yo ya sospechaba de él porque como no le pagamos lo que le debíamos”. Pero el primero en tender su red de astutas trampas e ingeniosas celadas, “Manolo, no serás tú el que lo robó, ¿eh?”, fue Serafín Castro.

Y eso a pesar de que la relación que los investigadores entablaron con la jerarquía eclesiástica no fue todo lo productiva que cabía esperar. Recordaba un miembro del equipo que rescató el Códice: “Algunos mentían como cosacos, y otros se escabullían”, “por una cuestión o por otra, consideraban que tenían algo que esconder, que eran sospechosos de primera y se cerraban en banda”.

Antes, todos los expertos de los medios de comunicación locales aventuraron inteligentes teorías. Un medievalista llamado Bustamente mostró su sorpresa por el robo del Códice pues había otros libros que “son más de robar”. La Voz de Galicia habló de un secuestro del terrorismo islámico y lo razonaron de un modo irrefutable: “A fin de cuentas, el Apóstol es “Matamoros”. 

Solo Serafín sabía la verdad. Sabía que se enfrentaba a su Némesis, a su archienemigo, a alguien que desafiaba toda la lógica criminal conocida. Y ante los periodistas no dudó en hacer un retrato robot de la retorcida mente de ese super villano y de paso, un fino análisis sociológico de la realidad gallega:

--¿Qué quería hacer con el dinero? --se preguntó retóricamente Serafín Castro--. Lo típico de los gallegos, meterlo debajo del ladrillo y estar a la espera.

Y luego, haciendo uso de una figura literaria que no sé si calificar de pleonasmo o sinonimia, añadió: “es un hombre de carácter cerrado, oscuro, gallego, con unas costumbres algo rarillas y una vida muy monótona”.

Nada que ver con los peligrosos hampones con los que Serafín se habría enfrentado hasta ahora. El electricista era un tipo correoso, no era fácil cazarle. “Le preguntábamos si lo había robado él y contestaba: “no sé, no me acuerdo”. No era un hueso fácil de roer. Una mente complicada, perversa. 

Un tipo, como dijo luego el Deán, gran analista de la psicología humana: “con dos personalidades: una normal, y otra que le llevaba a apropiarse de objetos”. Y todo esto, sin dejar de acudir ni un solo día de su vida a la misa de siete y media a la catedral. Serafín se dijo: “el ladrón siempre vuelve a la escena del crimen pero lo de este hombre ya se pasa”. 

Habían puesto micros en su casa, intervenido el teléfono, pero nada. No es que no hablase del crimen. Es que en esa casa no se hablaba apenas de nada. Era galleguidad extrema. Los investigadores se pasaban horas escuchando el silencio. No, no había sido fácil. Sin embargo, al fin, la sutil trampa tendida durante un año entero se cerró inexorablemente sobre Manolo, el electricista.

Los indicios se acumularon. No solo se le había escapado en un momento de debilidad aquella frase delatora: “no, no, no, quemado no está” que tanto hizo sospechar a Serafín. Hubo más cosas. La policía descubrió que estaba tratando de comprarse un segundo piso en Milladoiro, uno de los pueblos arquitectónicamente más horrendos que uno pueda imaginar. 

Esto era en sí mismo un signo evidente de maldad: una vez puede haber picado cualquiera, así a lo tonto fue como se hinchó la burbuja. Pero comprar un segundo piso en semejante lugar denota sin duda una personalidad delicuencial. El electricista además había ido creando un auténtico emporio inmobiliario en los últimos años, con un garaje en Negreira, un trastero en O Grove, y, la joya de la corona, un ático en la parroquia de A Revolta. La dueña de la Cafetería Casalote dijo que se le había estropeado el Citroën Xantia y que la reparación “se le iba a ir a 2000 euros”. 

Y otros vecinos hicieron llegar otras informaciones anónimamente. Según estas, en ese modo tan nuestro de sí pero no, y no pero sí, aunque Manuel no tenía un estilo de vida ostentoso (“más bien al contrario” ), dejaba propinas en los bares “de más de un euro”. Para la policía esto ya fue definitivo.

Esa mañana un amplio dispositivo de agentes, apenas 360 días después de acumular las primeras sospechas, forzó la puerta de uno de los tesoros inmobiliarios del electricista y que resultó ser su guarida criminal secreta: el garaje/trastero de O Milladoiro. Begoña Bravo, vecina del barrio, narró el registro para V Televisión. 

“Solo encontraron basura y porquería” dijo. “Unos libros viejos y unas bandejas de plata”. Un rato después, la policía se hartó de hurgar entre la chatarra. Serafín aún piensa horrorizado: “qué cerca estuvimos de fallar, qué cerca”. Manuel era un genio indiscutible del crimen. Un maestro del disfraz y la falsificación. 

Entre sus aportaciones a la historia criminal estaba haberse falsificado para sí mismo un contrato de trabajo en el que pasaba de contratado por horas a personal fijo en la catedral. Si esto lo hicieran los demás parados de este país, otro gallo nos cantaría. Por no hablar que fue su astuto enmascaramiento de los objetos robados en un mar de desechos e inmundicias el que casi estuvo a punto de despistar a la policía. 

Para cuando llegó el juez, los agentes ya se habían aburrido de andar revolviendo sin éxito entre la cochambre y estaban entregados a sus asuntos, charlar de sus cosas, pensar en las musarañas, echarse un pitillito, en fin la vida de los servidores de la ley. Alguno disimulaba moviendo alguna bolsa desganadamente con el pie, como con aburrimiento.
Este fue el paisaje de desolación y fracaso que encontró su señoría, dos horas después de iniciado el registro. Begoña lo contó así:

--“El juez le preguntó a un policía: “¿has mirado aquí?” y el policía le contestó: “no, ya he mirao”.

Así, intentando escaquearse un poco, como esos niños que dicen que ya hicieron los deberes para que les dejen salir al parque a jugar. Sin embargo el juez fue a mirar igualmente. Apartó unos ladrillos y unos bloques de cemento, abrió unas bolsas “llenas de polvo” y allí estaba. De la emoción, rompió a llorar.

Sí, allí estaba el Códice, ese faro de la cristiandad. En una bolsa de plástico dentro de una caja toda jodida de un cesto de pinzas de la ropa. Al lado de los azulejos que habían sobrado de la reforma del baño, de una caja de botellas de tintorro, un garrafón y un catálogo de cerveza Estrella Galicia. 

 Rodeado de un cacho de bloque de hormigón, el taladro, una osamenta de ciervo y una jarra recuerdo de la Festa do Viño. Y allí, junto al Libro, otros libros, también robados, otras joyas históricas de valor incalculable que ni dios en la catedral se había dado cuenta de que faltaban.

En el registro se encontraron otras cosas. Los indudables hábitos gallegos del delincuente le habían hecho ir llevando unos libros donde metódicamente y cuidando muy bien la caligrafía “iba anotando en un diario todo lo que robaba”. Hoy: dos rosarios, robé tanto e instalé tres enchufes. Eran algo así. Tantos siglos jodiéndonos han generado una evolución adaptativa que hace que aquí llevemos la cuenta de todo.

El deán de la catedral, cuya oscura relación con el electricista nunca fue aclarada, identificó el libro nada más verlo, porque, como dijo Serafín Castro, "había reconocido las anotaciones que había hecho en él a lápiz”. Es de suponer que pensó que si sus antecesores curas habían hecho tantos dibujitos y garabatos de colores en el libro, por qué iba a ser él menos. 

En el Programa de Ana Rosa, haciendo uno de los circunloquios gallegos que nosotros comprendemos tan bien y que, por el contrario, nos vuelven enigmáticos para los demás, manifestó que "estaba satisfecho institucionalmente, pero no personalmente" añadiendo que no creía que la venganza fuese el móvil y atribuyendo el robo "a una manera de comportarse del acusado". Un modo de ser ladronzuelo en el que no tenemos que meternos.

En la misma lógica paciente y resignada de respeto a la personalidad manilarga, el canónigo Manuel Iglesias desveló por fin que desde 2004 iba sospechando que alguien sisaba dinero y que la contabilidad era un "calvario permanente" que nunca le daba lo "presupestado" (sic).

 Sus sospechas, metódicas, tranquilas, acumuladas durante ocho años, estallaron por fin con el caso de Manolo el electricista y han abierto otra línea paralela de investigación de sisas en los cepillos de la catedral en la que hay otros tres trabajadores implicados, “uno de ellos eclesiástico”. Al parecer aquello era la casa de tócame roque. 

Nada que ver, sin embargo, toda esta nueva mangancia de raterillos de tres al cuarto con la integridad del electricista que no dejó nunca de mantener su curioso sentido de la dignidad. Y cuando la policía se lo encontraba por ahí y le decía: "Manolo, mira que vas a ir a la cárcel" él contestaba: "Si voy al talego, con un misal y un rosario tengo bastante". (...)

A finales de ese año el Deán dimitió por “motivos personales” y pocas semanas después se hizo público que Castiñeiras entregó al juzgado un manuscrito de quince folios en el que detallaba interesantes costumbres de algunos miembros de la curia. Según el mismo, el robo en la catedral era bastante generalizado. Allí robaban, “por poner un ejemplo: todos”. Sisaban escondidos tras las cenizas del apóstol.

 Un sacerdote le “había puesto piso” a otro hombre al que cuidaba desde niño. Allí se entretenían con sus asuntillos mientras una anciana en silla de ruedas veía telenovelas. Tenían también otros pisos perfectamente identificados que usaban como picaderos. En un convento aparecían preservativos usados. 

Siempre según este escrito, los formadores de los seminaristas se deslizaban de noche en los dormitorios mientras estos dormían para tocarles el culo y el pene. Si alguno abría los ojos le decían: “tápate que vas a coger frío”. A veces se enamoraban del mismo seminarista y esto generaba odios incurables, pero, en general, estas cosas se contaban entre chanzas y jolgorio a la hora del café.

Castiñeiras cuenta que nunca sintió “tanta tristura” como por esas actitudes que “iban más allá de lo humanamente paternal”. Pero los 15 folios pueden quedarse en nada si se confirman los rumores acerca del contenido de las 31 libretas que atesoraba el electricista y donde se cree que se relatan detalladamente los encuentros sexuales de sacerdotes, miembros del Cabildo y monaguillos hasta un total de casi medio centenar de personas. 

La Iglesia, que como acusación particular pide el doble de pena que la Fiscalía, no las tiene todas consigo ante la amenaza del electricista de que todo esto “no es más que un pequeñísimo granito de arena de lo mucho que tengo por manifestar siendo todo verdad sin la más mínima mentira”.          (Jorge Armesto  , Diagonal, 19/01/15)

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