"Uno de los grandes retos del periodismo moderno es
escribir sobre Ferrol sin citar a Los Limones o a Detroit”, dijo la
periodista M.J. Rico. Y tiene más razón que una santa. Yo mismo, tal vez por ser de Ferrol (“una ciudad donde perder es lo normal”, cantaron Los Limones) acabo de perder el reto entre el titular y el primer párrafo.
¿Pero es que hay otra forma humana de abordar un
texto sobre una ciudad tan decadente? Ustedes me dirán que “enumerando
sus muchas virtudes”. Vamos a probar: Ferrol tiene un montón de cosas
buenas, como las casitas con galerías blancas, las procesiones de Semana
Santa, las simpáticas gaviotas, el castillo de La Palma o esas espectaculares playas
salvajes que, gracias al tempestuoso clima y la remota situación
geográfica, permanecen ajenas al rodillo turístico y… ¿ven como no
funciona?
Volvamos al Ferrol
apocalíptico: barrios en ruinas, tiendas cerradas, aguas apestosas… Todo
esto queda mucho mejor para perpetrar un artículo sensacionalista. Sin
ánimo de hacer leña del árbol caído, espero aportar un granito de arena
para denunciar el terrorífico abandono que afecta a este lugar que, en
tiempos mejores, vio nacer a figuras como Jesús Vázquez, Andrés do Barro, Carlos Jean, Jesús Ordovás o Pablo Iglesias (el socialista, no El Coletas).
Un paro disparatado
Desde tiempo inmemorial, Ferrol y su comarca (conocida como Ferrolterra)
han vivido de la construcción naval. Y si apuestas todo a una carta,
tienes muchas posibilidades de perder. Ya en primer tercio del siglo XIX
se produjo la primera crisis, debida a un parón en la actividad de los
arsenales.
En el XX, la cosa remontó y, hasta bien entrados los años 70,
Ferrol fue una ciudad viva y próspera. Pero allá por 1982, los delirios
europeístas de Felipe González lo llevaron a emprender una tosca reconversión industrial que provocaría despidos masivos en los astilleros.
En la actualidad, la tasa de paro de Ferrol asciende a
un 33’3%, que supera a la de ocupación (32’3%) y crece a una velocidad
de vértigo, por más que el ministro Montoro
haya dicho que “hay carga de trabajo garantizada para mucho tiempo”. La
mejor respuesta a este dislate es la siniestra y oxidada verja del
astillero, donde cuelgan decenas de monos de trabajo que ya no valen
para nada.
Una ciudad desierta
El gallego no se queja, emigra. Y la falta de trabajo
en Ferrol ha provocado una sangría demográfica imparable. La ciudad ha
perdido más de 30.000 habitantes en las últimas décadas: en los años 70
rebasó los 100.000 y ahora no tiene más que 69.428.
El resto se han
largado a buscarse la vida. Dicen los innombrables Limones
en su canción ‘Ferrol’: “sé que aquí nací y aquí voy a quedarme”; y en
verdad es un acto heroico permanecer en este lugar dejado de la mano de
Dios.
Puede que en verano haya algo más de gente, pero
salir a la calle en Ferrol una noche de, pongamos, noviembre, y darse un
paseo por el centro es como meterse en el pellejo de Charlton Heston en Omega Man:
no hay ni un alma por la calle, ni un bar abierto, ni un triste chucho…
Un escenario, en fin, que solo los misántropos mas recalcitrantes somos
capaces de disfrutar.
Unos barrios en ruinas
Con la retranca propia de los gallegos y la crueldad de los pijazos, los coruñeses se refieren a Ferrol como “Vilapodre”, es decir, “Villa podrida”. Por desgracia, no les falta razón. Sobre todo por barrios como Canido o por Ferrol Vello, casco antiguo de la ciudad que sus propios vecinos han rebautizado como “pequeño Kosovo”, pues
se encuentra en ruinas por conflictos irresolubles entre políticos,
propietarios y buitres inmobiliarios.
Solo un no-país como España
deja que en una zona declarada Bien de Interés Cultural (por aquí pasa
el Camino de Santiago) haya 8.300 viviendas deshabitadas que se caen a
trozos.
Deambular por el casco viejo será una experiencia religiosa para los miembros del Club de Exploradores de Lugares Abandonados y demás gourmets del escombro. Pero para el común de los mortales, es como echar una partida al videojuego Silent Hill, con la diferencia de que aquí ni siquiera hay monstruos, solo alimañanas que también acabarán emigrando o muriéndose de hambre.
Un comercio terminal
Desde 2010, unos 800 negocios ferrolanos han cerrado sus puertas. Los carteles de “se vende”, “se traspasa”, “liquidación por cierre”
o las puertas de locales tapiadas, pintarrajeadas y llenas de hongos,
se pueden ver hasta en las más céntricas calles peatonales.
Lo más parecido que hay en Ferrol a unos grandes almacenes es un pequeño y modesto Corte Inglés. El conato de centro comercial que se abrió en la zona conocida como el Inferniño tiene casi todos los locales vacíos. Y los ferrolanos prefieren gastar sus escasos dineros en el mall del cercano municipio de Narón, que tampoco es para tirar cohetes.
Un pasado franquista
Hoy por hoy, Ferrol se llama “Ferrol”, aunque haya ministros (hola otra vez, Montoro) que se empeñan en seguir usando el viejo topónimo “El Ferrol”, que deriva de “El Ferrol del Caudillo”, nombre con el que se conocía a la ciudad hasta 1982. La razón, como todos sabrán, es que aquí nació Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la Gracia de Dios.
Y aunque ya hace tiempo que quitaron la estatua del generalísimo de la Plaza de España para esconderla en el Arsenal Militar,
la placa de bronce conmemorativa sigue instalada en la fachada de la
casa natal del caudillo, que se ha convertido en una meca de
peregrinación antifascista, para tirar pintura a las paredes o arrancar
de cuajo la placa.
Pero pese a su pasado, franquista, en Ferrol han
gobernado todos los partidos habidos y por haber… y todos han fracasado
en la titánica tarea de resucitar la urbe. En las últimas elecciones se
llevó la alcaldía la marea de Ferrol en Común (IU, Podemos y Anova), en pacto con PSOE y BNG. A juzgar por su caótica forma de gestionar la reciente Crisis del Agua que dejó a Ferrol seco durante varios días, poco cabe esperar de ellos.
Una geografía remota
El fatídico martes 13 de enero de 1998, un fuerte temporal provocó que la gigantesca plataforma petrolífera Discoverer Enterprise, que estaba anclada en los astilleros ferrolanos, soltase sus amarras y se empotrase contra el puente de As Pías, que en ese momento era el principal punto de unión entre Ferrol
y el resto de España.
El mar se llenó de casquetes, que aplastaron
toneladas de marisco, y la ciudad quedó aislada durante meses: pese a la
visita del por entonces presidente de la Xunta (el exministro de Franco
Manuel Fraga) y a la repercusión internacional del siniestro, los ferrolanos sintieron más que nunca que vivían en el culo del mundo.
Mientras se apañaba el cataclismo, los automovilistas
que querían entrar o salir de Ferrol se veían obligados a dar un rodeo
de 20 kilómetros por carreteras comarcales. Eso sí, gracias a este
accidente se aceleró la construcción de la autopista que hoy permite a
los parados escapar más rápidamente de la ciudad. Aunque, tal y como
está el patio en España, mejor les irá si emigran allende los mares.
Una ría de mierda
La ría de Ferrol es la más contaminada de Europa, muy
a pesar de las inyecciones de dinero (que el diablo sabe dónde estará),
la instalación de depuradoras o las visitas de inspectores europeos que
encanecen con el estado de las aguas. Para suavizar la cosa, los quitamierdas del Partido Popular Europeo se las apañaron para borrar del informe conceptos como “situación dramática”.
Pero solo hay que darse una vuelta por los dos
modestos paseos marítimos que existen en la ciudad e inspirar
profundamente cuando baja la marea, para darse cuenta de que allí no
huele a mar, sino a cloaca, y que en sus pantanosas aguas chapotean más
roedores que crustáceos.
Es lógico, y no solo por los desechos
orgánicos que expulsan los ferrolanos, sino también por los vertidos
tóxicos de corporaciones como Navantia, Megasa o Reganosa. De los furtivos que marisquean en estas pestilentes aguas no hablo, que me da cagalera." (Dildo de Congost es fundador del Club Orgullo de Ferrol, Público, 28/08/15)
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