"A menos de una semana de las elecciones gallegas del 12 de
julio, las diversas encuestas publicadas coinciden en un pronóstico:
mayoría absoluta cómoda del PPdeG de Núñez Feijóo, pugna por la segunda
plaza entre un PSOE que sube, ma non troppo, y un BNG que dobla
representación, el hundimiento del espacio electoral de la antigua En
Marea, del que la coalición Galicia en Común recogería sólo los restos, y
la falta de representación parlamentaria de Vox, Marea Galeguista
(enésimo intento de algo parecido a un galleguismo de centro) y
Ciudadanos.
Alguna encuesta advierte sobre el posible voto oculto a Vox;
alguna otra recuerda que la mayoría absoluta puede pender de un delgado
hilo, pues la barrera del cinco por ciento puede dar lugar a curiosos
efectos redistributivos si alguna fuerza política no lo supera.
¿Oasis
bávaro, siendo el PPdeG lo que fue la CSU de Franz-Josef Strauß, gran
modelo para Fraga, años ha? ¿Mezcla de república sudamericana y efecto
Bretaña, una periferia a la que los ritmos políticos del Estado llegan
con retraso, en este caso el debilitamiento del PP frente a la
ultraderecha, y el ascenso del PSOE?
¿Nacionalidad histórica con
subsistema de partidos propio, pero no en demasía, con un BNG de
izquierda soberanista y dominado por una nueva vieja guardia que aún
invoca retóricamente el marxismo-leninismo y la condición colonial de
Galicia en sus textos que puede convertirse en líder de una alternativa
al PPdeG? El grupo de rock Os Resentidos acuñó en los ochenta la imagen
de Galicia, sitio distinto, para condensar todas esas peculiaridades. ¿O
no lo son tanto?
Ver a Galicia como una tierra
misteriosa siempre ha sido atractivo para viajeros y analistas que nos
observan desde más allá del telón de grelos, el límite con Castilla.
Antes eran leyendas celtas, brumas y castros, supersticiones y brujas.
Después fueron localismos indescifrables, emigración, caciques correosos
y narcotraficantes más bien brutillos y sin aura literaria. Paradojas
de una sociedad que todavía no habría superado el dilema entre
modernidad y tradición. Es una imagen que más de un escritor gallego ha
cultivado: el molde prefijado, pero invertido para dignificarlo.
La
ciudadanía galaica, entrado el siglo XXI, todavía tendría metido el
mundo aldeano en la cabeza, y seguiría comportándose con impenetrable
retranca, ironía campesina, y una profunda desconfianza en los
intermediarios, sobre todo en los partidos. Líderes carismáticos,
intercambios de votos por favores y redes clientelares, ocuparían su
lugar. Un profundo sentimiento de identidad gallega que no
cristalizaría, sin embargo, en un nacionalismo mayoritario. Otro
supuesto misterio.
La ciudadanía gallega tiene sus peculiaridades. Pero no son
tan misteriosas. El mundo rural hace tiempo que ha desaparecido y nada
tiene que ver con las imágenes literarias. Las ciudades galaicas son
como la mayoría de las españolas. Y no es que exista un sentimiento
nacionalista (gallego) desarticulado, que inexplicablemente recoge el
PPdeG por jugar a esa baza, como han argumentado algunos líderes de Vox
llamando separatista no ya a Núñez Feijóo, sino incluso al difunto Fraga
Iribarne (en la cara no se lo dirían). Los sondeos y encuestas dibujan
desde hace treinta años un panorama bastante nítido: en Galicia
predomina la doble identidad, gallega y española, mientras que los
extremos (sólo española y sólo gallega) son débiles.
Aunque a menudo las
características que se adscriben a los conceptos región, nacionalidad
(histórica) y nación son lábiles —la nación de pertenencia es algo que
todo el mundo tiene claro hasta que se le pregunta por ella—, lo que se
aprecia con nitidez es que quienes sienten que Galicia es su nación de
referencia constituyen una minoría, aunque significativa (no superior al
15%). Es ese, más o menos, el voto que recoge el BNG y otros partidos
menores. Aún menor es el porcentaje de los españoles ante todo y sobre
todo. Ahí Vox y Ciudadanos tienen poco que pescar. Es en el caladero de
la doble identidad, además del centro, donde se ganan las elecciones; no
sólo en Galicia, pero especialmente en Galicia.
¿Es
sentirse muy gallego o gallega un síntoma de nacionalismo gallego más o
menos desarticulado? En absoluto. Puede ser sentirse español a través de
referencias cercanas, a partir de materiales culturales próximos,
muchas veces sublimando identidades locales, comarcales o provinciales.
Alfonso R. Castelao, el galleguista antifascista y humanista al que
algunos ignorantes ahora tildan de xenófobo, lo ejemplificó en la
historia del gaitero que, después de varios días actuando en un teatro
en Madrid, pidió a sus representantes que le dejasen volver “a España”,
es decir, a su aldea.
Y en eso Galicia es distinta del País Vasco o Cataluña, pero
no es tan diferente de Navarra, el País Valenciano, las Baleares o las
Canarias. Cuarenta años de ejercicio de autonomía política han servido
sin duda para reforzar los sentimientos y referentes de identificación
autonómica, dar a conocer símbolos y fomentar su respeto y aprecio,
dignificar en parte la lengua gallega, y extender la percepción de que
existen intereses territoriales, desde el sector lácteo al naval.
Y
también han promovido la convicción de que en un sistema político
descentralizado, como el Estado autonómico, hay que hacerse oír y
defender los intereses colectivos mediante partidos políticos propios, o
al menos obligando a los partidos estatales a regionalizar sus agendas y
prioridades político-estratégicas, y hasta sus imaginarios.
Pero todo
eso no fue en el pasado, ni va necesariamente en el presente, en
detrimento de una conciencia nacional española que se expresa por vías a
menudo banales (el deporte, por ejemplo), pero efectivas. De hecho, una
gran frustración del nacionalismo gallego actual es comprobar que la
autonomía, frente a lo que muchos creían hace treinta años, no
necesariamente ha creado nacionalistas sino que ha reforzado el abanico
de dobles identidades, mientras que la erosión de las peculiaridades
culturales, desde el uso de la lengua al medioambiente, continúa
implacable.
Sin duda, que un nacionalismo gallego tipo
PNV o CiU no cuajasen en Galicia tuvo en parte que ver con factores
contingentes y decisiones de actores concretos. El viejo Partido
Galeguista de la II República vio interrumpido su crecimiento por el
estallido de la Guerra Civil. Y sus élites supervivientes tomaron otro
camino: renunciar a la concepción de Galicia como nación, e influir en
los partidos estatales existentes para que respetasen una peculiaridad
histórica y cultural que daban por objetiva.
La Alianza Popular de los
años ochenta, y el PPdeG de Fraga después, supo recoger el guante y
bloquear el camino a cualquier posibilidad de reconstrucción de un
galleguismo de centro, que la hubo (la Coalición Galega de 1985-1989,
frustrada en parte por la incapacidad de sus dirigentes, pero también
porque la “burguesía galleguista” era y es débil). Pero no es que la
nación esté ahí, viva como conciencia cultural prepolítica o como
hipertrofia de sentimiento identitario sin expresión política.
Lo que
hay es españolismo regional o regionalizado, subdividido a su vez en una
geometría de identificaciones múltiples, desde el viguismo que tan bien
interpreta Abel Caballero hasta el ourensanismo de Baltar II. Y en eso
Galicia no es tan distinta de otros lugares. El PPdeG lleva lustros
entendiéndolo, en beneficio propio. Y, salvo sorpresa, parece que lo
seguirá interpretando, para bien o para mal."
(Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea, Universidade de Santiago de Compostela. El País, 07/07/20)
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