"Las alarmas demográficas
resuenan hoy en Galicia más alto que nunca. El territorio gallego se
está quedando sin niños y jóvenes y la emigración forzosa no es fenómeno
del pasado. Las estadísticas de la Xunta cifran en cerca de 300.000 los
gallegos que hicieron la maleta con destino al extranjero o a otros
puntos de España entre 2009, primer año de la era Feijóo, y 2018, un
ejercicio en el que se registra el tercer dato más alto de la década.
A diferencia de la diáspora gallega que arrancó a mediados del siglo XIX, esta ola migratoria la protagonizan jóvenes con una alta formación adquirida en su tierra de origen
que huyen del maltrato laboral o la falta de opciones para dedicarse
profesionalmente a la investigación. “He intentado volver, pero me ha
sido imposible. En Galicia no hay las mismas oportunidades y en las
condiciones laborales hay una diferencia considerable”, cuenta Jorge
Rodríguez, ingeniero industrial que trabaja en Reino Unido en el
desarrollo de vehículos eléctricos.
En Galicia es un lamento continuo la acuciante falta de personal sanitario
para atender a una población que emula en envejecimiento a países como
Japón. Desde que se graduó en 2011, la coruñesa María L. pasó cuatro
años metiéndose en la ducha con el teléfono móvil por si la llamaban del
Servizo Galego de Saúde (Sergas) para hacer sustituciones, a veces de
pocos días y a distancias que podían llegar a varias decenas de
kilómetros de su domicilio. Tras probar la “esclava” vida de enfermera
eventual de la sanidad pública gallega, decidió coger la maleta. “O me
marchaba o me quedaba en casa de mis padres pegada al móvil, ya que si
no contestas te penalizan y dejan de llamarte. Una vez me llamaron 15
minutos antes de empezar el turno para que me incorporara ya”, explica a
sus 29 años.
Solo llegar a Cardiff, en Reino Unido,
entró a trabajar en la UCI de un hospital público con contrato
indefinido. Sueldo fijo y vacaciones, no se lo podía creer. En los tres
años y medio que pasó en ese centro ha recibido varias subidas de sueldo
por su experiencia además de cursos de formación. Pero ha decidido
volver. “La experiencia con el coronavirus ha sido muy estresante. Me ha
ayudado a pensar que quiero estar cerca de mi familia y amigos”,
explica María. Su experiencia en el hospital de Cardiff le permite subir
puestos en la lista del Sergas y aspira a lograr contratos más estables
“de uno o tres meses”: “No somos héroes, lo que queremos son
condiciones laborales decentes, tener una vida digna y poder conciliarla
con el trabajo”.
El regreso que emprende María a Galicia lo ha intentado sin
éxito Jorge Rodríguez después de nueve años fuera. Este ingeniero
industrial de 40 años trabajó en Vigo en una multinacional que fabricaba
volantes y airbag para la industria del automóvil. En 2011 quiso
cambiar pero en España la crisis arreciaba y no había opciones. Se fue
primero a trabajar a Toyota en Bruselas para “hacer currículum y mejorar
idiomas”, con la esperanza de que al pasar la recesión podría encontrar
algo en Galicia. No fue posible.
Después lo fichó Honda para su centro de I+D de Reino Unido, pasó por otra empresa del país y ahora está es una start-up
de 2.000 empleados desarrollando vehículos eléctricos comerciales.
“Estoy contento y la idea de volver está aparcada de momento, pero es
algo que tengo en la cabeza y que a veces salta”, admite. “Hace tres
años parecía que se animaba un poco el trabajo en Galicia pero lo que me
ofrecían eran cosas muy temporales que no me daban confianza. Me
apetecía volver, pero no a toda costa”.
Es difícil
encontrar un trabajo con condiciones laborales dignas en la poca
industria que queda en Galicia tras una negra década de cierres porque, a
diferencia de Reino Unido, las empresas no están dispuestas a pagar por
la experiencia, explica Jorge: “Las empresas contratan a gente joven a
la que forman y eso está bien, pero lo usan para pagar menos. Hay sitios
donde les da igual 15 años de experiencia que dos. Y si en Galicia
entras con un sueldo bajo es difícil tener después grandes subidas
salariales”.
Adriana Roca, investigadora científica de 31
años, no emigró a la fuerza. Procedente de la comarca de Os Ancares, un
paraíso natural de la provincia de Lugo en constante declive
demográfico, lleva 11 años fuera de Galicia, entre Milán, Barcelona,
Alemania, Londres y Oxford. Se licenció en Psicología pero su campo es
la neurociencia y trabaja en una empresa de ingeniería médica que ahora
indaga en los daños provocados por el coronavirus.
“No me
considero emigrante forzosa pero, siendo realista, todo lo que he hecho
en mi carrera no lo habría conseguido ni en Galicia ni en España. Las
oportunidades no son tan grandes y no es solo por los gobiernos, sino
por una mentalidad hacia la ciencia que impide que esta avance. En la
investigación no se sacan beneficios a corto plazo y en España y Galicia
eso no se entiende”, subraya Adriana.
En quienes se
dedican a la investigación en España esta gallega de Os Ancares ve “más
méritos” que en sí misma porque “trabajan con muy pocos recursos”. Y se
refiere con tristeza a la despoblación de la comarca donde nació: “Tuve
un instituto maravilloso con unos profesores maravillosos, pero mis
amigos de la aldea que son economistas o abogados no se pueden quedar
allí porque no hay industria que los absorba”.
El
ingeniero de Caminos y matemático Iago Muíños llegó en 2003 a Londres
sin idea de quedarse. A sus 41 años y con un puesto en una entidad
financiera, tiene dos hijos con otra emigrante gallega. Cuando él cogió
la maleta, con la construcción en la cresta de la ola en España, a los
ingenieros de su rama no les compensaba emigrar a Reino Unido para
mejorar sueldo, pero ahora las cosas han cambiado. Los bancos con los
que llegó a tantear su regreso fueron absorbidos durante la hecatombe
financiera.
“El sentir de todos [en la colonia gallega] es que las
oportunidades laborales están aquí, pero no solo en lo económico,
también en la conciliación y en la variedad. Se valora más a los
trabajadores”, apunta. ¿Volvería a Galicia? “Si me ofrecieran algo muy
bueno, el sacrificio de desmontar la vida aquí valdría la pena. Pero
creo que la posibilidad de que eso pase es una entre un millón”. (Sonia Vizoso, El País, 12/07/20)
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