El batallón Bakunin, en el monte de San Pedro, febrero 1937 (Fundación Anselmo Lorenzo)
"Josetxo Fariña Chans podría tener una jubilación tranquila,
aprovechando una pensión bien ganada tras 35 años navegando por medio
mundo. Pero él prefiere el movimiento. “A mí me gustaba correr, siempre
me gustó correr”, explica quien todavía camina por Trintxerpe a un paso
ultrarrápido, ágil y quizá hasta temerario para tener 85 años, un oído
no muy fiable y haber pasado recientemente una operación de cataratas
que le quitará visión durante unas semanas.
Ahora, a su pesar, su
pequeña libreta de unos 7x10 centímetros se encuentra en modo reposo en
el bolsillo de su txamarra. Durante unas semanas lo va a tener
difícil para leer lo que escribe. Los años de apuntes son, desde su
operación, una masa informe de cuadrículas y letras borrosas.
Esta libretilla lleva acompañando a Josetxo Fariña durante años,
desde un tiempo después de haberse jubilado. En ella, el trintxerpetarra
guarda cualquier tipo de información histórica del barrio, desde la más
rocambolesca —“a veces me encuentro con señoras por la calle y me
cuentan no sé qué de su hermana, pues yo lo apunto”— hasta otras con más
peso en la historia del barro. De hecho, gran parte de la libreta de
Josetxo está cubierta con los nombres de los cientos de personas que el
barrio de Trintxerpe se dejó luchando en el Ejército de Euzkadi durante
la Guerra Civil.
El ejercicio de memoria histórica de Fariña, como muchos le conocen
en el barrio, no acaba ahí. También, en otros folios ya de un tamaño A4
más respetable, sueltos pero ordenados, Josetxo ha apuntado a mano más
de mil nombres, la mayoría de ellos milicianos de alguno de los
batallones que contaba con voluntarios de Trintxerpe. Muchos nombres y
apellidos vascos. Muchos más, gallegos.
Todos ordenados y jerarquizados,
cada uno con el nombre de su batallón, la fecha de fallecimiento, el
lugar donde cayó en batalla. En algunos casos, hasta su lugar de
nacimiento, aproximado la mayoría de las veces. Un trabajo colosal a
vistas de cualquiera, aunque no a la de Josetxo —ni siquiera antes de la
operación—, que se quita mérito al respecto. ¿Que por qué lo hizo?
“Pues porque nadie más lo quiso hacer”.
Esto suele ocurrir con la historia de los perdedores, que casi nadie
la cuenta. Porque los nombres que Josetxo Fariña ha ido escribiendo en
su libreta 7x10 son los de los perdedores. En ellos se transmite la
tristeza de vidas olvidadas, de pescadores que se fueron a morir por
unas montañas muy lejos de la casa donde nacieron.
Más de mil nombres
que funcionan a modo de antología del perdedor: de soldados que
perdieron su vida, niños que perdieron familia, de gallegos que
perdieron su hogar y de un barrio que, sin duda, perdió la guerra.
Uno de los mil nombres es el de su padre, Ramón Fariña Amigo, vecino
del pueblo coruñés de Corme, en plena Costa da Morte. Fariña Amigo cayó
luchando en el 37 con el Batallón Celta cerca de Otxandio, en Vizcaya.
En otra de las páginas escritas por Josetxo Fariña asoma José Domínguez
Villar, de Redondela (Pontevedra), padre de otro Josetxo trintxerpetarra
y amigo de Fariña. Domínguez Villar fue otro de los muchos gallegos que
falleció en Otxandio, en medio de la Batalla de Villarreal. Y también,
como Ramón Fariña, era pescador y gallego. Porque por aquel entonces eso
era todo lo que se podía ser en Trintxerpe.
La llegada
Trintxerpe es, o más bien fue, un pedacito de Galicia en la ría de
Pasaia. Un enjambre obrero desperdigado por las faldas del Monte Ulía
—“antes todo esto era campo”, suele repetir sin cesar Josetxo Fariña
cuando pasea por el barrio—, justo al otro lado de la muga que marca
dónde Donostia deja de ser Donostia y pasa a ser el resto de Guipuzkoa. A
Trintxerpe se le ha conoce desde hace años como la ‘quinta provincia
gallega’.
Por sus calles de esquema irracionalista, todavía se puede
escuchar a los más mayores hablar gallego de A Costa da Morte, comer un
buen pulpo á feira en O’Romeral o encontrar una calle dedicada a
Castelao.
Pero ya, todo esto, es en 2018 más un eco del pasado que una
realidad. Ningún ámbito del barrio tiene ya tanta influencia gallega
como las esquelas, que muestran cada día el final de las generaciones
emigrantes que llegaron desde Galicia antes y después de la Guerra
Civil.
La quinta provincia nació en la segunda década del siglo XX, se
podría decir que hija del desdén de una madre donostiarra y la pobreza
de un padre gallego. Aquellos años, Donostia vivía su belle époque
particular. Recatada y señorial, destino de asueto para élites, la urbe
donostiarra no quería que su estilo de vida se enfangase con el
incipiente desarrollo del puerto industrial y la llegada de mano de obra
barata.
Así, porque toda fiesta de lujo necesita su propio basurero,
Donostia tiró su puerto hacia la Bahía de Pasaia, al otro lado del Monte
Ulía, como quien lanza la monda del plátano al otro lado de un muro de tres metros y se alegra de cuán limpia está su casa.
Por esos mismos años, los armadores de la zona se dieron cuenta de
algo clave para el devenir de esta historia: por el precio que les
suponía contratar a un arrantzale euskaldun, combativo,
organizado y protestón, se podían ir al otro lado del Cantábrico, llegar
a Galicia y traerse a 10 marineros gallegos, con fama de buenos
trabajadores y abnegados. Y el trasvase no se hizo esperar. Ahí estaban
el óvulo y los espermas.
Entre 1916 y 1936 llegaron a la bahía de Pasaia
miles de gallegos para trabajar en la pesca industrial del puerto, a
los que los armadores hacinaron en unos cuantos edificios construidos
bajo el caserío Trintxer, en la cara del Ulía que da hacia la bahía de
Pasaia. Los edificios pasaron a ser conocidos como Trintxer-pe, que en
euskera significa “debajo de Trintxer”.
La jugada, parecía, les había salido redonda a armadores y bon vivants
de la capital guipuzcoana. Donostia podía seguir siendo el retiro
señorial en el que se había convertido y en Pasaia la industria pesquera
había encontrado en los inmigrantes gallegos al empleado perfecto:
abnegado, trabajador, callado y dócil.
Pero, claro, hubo un pero. Un
detalle que se les escapó a todos: el efecto contagio. Según pasaron los
años, las ideas socialistas que sus compañeros euskaldunes llevaban al
puerto de Pasaia fueron haciendo efecto en las familias gallegas. En los
años 30, un 75% del barrio estaba enrolado en sindicatos anarquistas o
de izquierdas.
Y, para alarma de la alta sociedad donostiarra, solo un
7% iba a misa los domingos. “Tierra pagana”. “Agujero bolchevique”. O,
más rimbombante todavía, “meca del sóviet rojo”. Esos eran algunos de
los sobrenombres que se le pusieron a Trintxerpe al otro lado del Ulía,
monte que servía ya como frontera intraspasable entre la belle époque y el desarrollismo desenfrenado.
Tan solo 20 años después de haberse formado, el golpe fascista del 14
de julio de 1936 cogió al Trintxerpe en estado de efervescencia, tras
varias huelgas y manifestaciones que habían dejado un reguero de muertos
en el barrio.
El sindicato El Avance Marino, vinculado a la CNT,
contaba con la mayor representación en el distrito, seguido de
sindicatos comunistas y de UGT. En palabras del historiador gallego
Dionisio Pereira, “nacía, pues, la ‘quinta provincia gallega’ con unas
apreciables señales de identidad izquierdistas, ácratas y proletarias”.
La odisea
El golpe de estado de Franco marca el comienzo de una etapa de unos
dos años que acaba convirtiendo al Trintxerpe en un “barrio de
perdedores”, en palabras de Josetxo Domínguez y Josetxo Fariña. En los
primeros meses de guerra, los emigrantes gallegos formaron parte de las
milicias que participaron el asalto al cuartel donostiarra de Loyola, en
los combates de Peñas de Aya y en la batalla de Irún.
Nada estaba
demasiado organizado ni preparado en el bando de las milicias. Tampoco
había armas o equipamiento para todos. Para casi nadie, más bien. El
histórico anarquista guipuzcoano Chiapuso llegó a contar que los
pescadores de las Rías Baixas y de A Costa da Morte fueron a combatir
por los escarpados riscos de Peñas de Aya vistiendo sus katiuskas,
haciendo frente a unos requetés carlistas que llevaban tiempo
preparándose para la guerra en la montaña.
A los pocos meses, en octubre del 36, Gipuzkoa fue abandonada por
aquel primer e improvisado ejército republicano. Del Trintxerpe no se
fueron solo los milicianos, sino también gran parte de las familias que
lo poblaban. Según la historiadora Rosa Gª Orellán, allí solo quedaron
los gatos. En esto discrepa Josetxo Fariña: “También quedaron las
ratas”. “Los fachas”, completa, por si no quedaba claro.
Las de los dos Josetxos, junto con la mayoría de familas del
Trintxerpe, se marcharon en barcos hacia Bilbao. Ahí comenzó una nueva
fase de la guerra. La que llevó a los gallegos a combatir por decenas de
montes vascos —Kalamua, Otxandiano, Txibiarte, Amboto, Sollube,
Artxanda—, convirtiéndolos en una especie de mendizales improvisados.
En ellos, quién sabe cómo, aguantaron todo un invierno frente a los envites de los ejércitos del general Mola.
Mientras, las familias de los milicianos y milicianas que no habían
ido a combatir al frente se quedaron en Bilbao intentando sobrevivir a
las condiciones de una ciudad en guerra. La madre de Josetxo Fariña,
Josefa Chans Cousilla, no lo consiguió y falleció por enfermedad a los
23 años.
También una hermana de Josetxo moriría a los dos años, víctima
de otra enfermedad. “Era una especie de almacén, sucio y al raso en el
que nos echábamos a dormir, me acuerdo también de las alarmas por
bombardeo”, recuerda Josetxo Fariña de su paso por aquel Bilbao. Tan
solo tenía cinco años.
Con Bilbao como último bastión del Gobierno Vasco, más de 1.000
gallegos se repartían por el frente de guerra, divididos entre decenas
de batallones del Ejército de Euzkadi, la mayoría vinculados a la CNT.
El Batallón Celta, como muestra su propio nombre y lema —“milicias
antifascistas galegas”—, fue uno de los que acogió a más gallegos de
Trintxerpe.
El batallón Bakunin también contó con una importante
presencia de gallegos y llegó a convertirse en una de las unidades más
destacadas dentro del Ejército de Euzkadi, participando entre otras en
la ofensiva sobre el monte Txibiarte.
Allí, a pocos kilómetros de este pico alavés, vive Sergio Balchada,
historiador pontevedrés afincado en Amurrio y experto en el batallón
Bakunin. No es la primera vez que, recorriendo las lomas del Txibiarte,
Sergio se encuentra casquillos de bala, cascos o cajas de munición. Hoy
en día, todavía se pueden ver claramente el rastro de las trincheras, de
los nidos de ametralladora y los canales de comunicación excavados por
el batallón Bakunin.
Satxa, como lo suelen conocer, considera
que por lo menos unos 150 gallegos del Trintxerpe o de la zona de Pasaia
combatían en el Bakunin. “Pasaron más de medio año aquí”, explica,
“desde octubre del 36 hasta mayo del 37”.
A poco más de 200 metros, al
otro lado de un valle que ahora sirve de pasto para vacas, se situaron
durante meses los requetés carlistas. “En este sector y por gran parte
del frente los dos bandos solían hacer treguas de unos minutos, se
intercambiaban productos que uno de los dos bandos tenía o, si tenían
familia del otro lado, preguntaban por ella”, explica Balchada.
En mayo del 37 da comienzo la continua retirada que lleva al Ejército
de Euzkadi a su rendición final en agosto de ese mismo año, en la
localidad cántabra Santoña. El momento que puso punto final a la extraña
guerra de los gallegos de Trintxerpe, a los milicianos del Bakunin y
del Celta y del resto de batallones.
Al menos su guerra fue una
peleada por gente que sabía, y mucho, del mar, de pesca, de trabajar y
de luchar cada día. Pero que no conocía nada sobre la guerra. Sus
primeras actuaciones están plagadas de anécdotas que reflejan esta
ausencia de capacidades militares. En los primeros días de guerra el
sindicato trintxerpetarra El Avance Marino asaltó un barco de la marina
atracado en Pasaia, conocido como ‘torpedero nº3’.
El objetivo era
llegar a la Bahía de la Concha para bombardear el Hotel María Cristina,
donde se atrincheraban con fusiles los partidarios del golpe de estado.
Finalmente, los cañones del navío acertaron en todos sitios menos en su
objetivo, y el ataque se detuvo.
Pocos días después, en el asedio del
Cuartel de Loyola, los mandos tuvieron que explicarles a los milicianos
que, en un asedio como aquel, la gente no se podía ir a dormir a casa,
que aquello era una guerra. Cerca del Txibiarte, ya con meses de guerra
detrás, un soldado alemán se fue de paseo en su día libre y, sin saber
muy bien cómo, cruzó líneas enemigas y nidos de ametralladoras vacíos.
Siguió caminando y acabó por llegar a un pueblo, donde llamó la atención
de los locales por su vestimenta, pulcra y poco habitual en el bando
republicano. La voz se corrió y la escuadra encargada de vigilar el
frente salió corriendo tras él. Estaban en un caserío. Celebrando un
cumpleaños. No lo dieron atrapado.
Tristemente, se supone que con el tiempo y el paso de la guerra todos
estos hombres y mujeres se hicieron mejores militares. Aguantaron el
frente durante meses frente a un ejército que aunaba tercios, soldados
marroquíes, italianos y regulares, dirigidos por Mola. Según Balchada,
la orografía, pero también la estoicidad, de toda esta gente hizo que la
resistencia fuese posible hasta mayo del 37, cuando la guerra en
Euskadi empieza a decantarse del lado nacional.
El Bakunin se marcha a
defender la cima del Sollube y, ya en retirada continua, el cinturón de
hierro bilbaíno. Por su parte, el Celta, el batallón del padre de
Josetxo Fariña, deja el Kalamua y se retira hacia el Otxandiano. Luego
al monte Artxanda. Luego Bilbo. Y Cantabria. Y luego, ya, la nada. La
rendición total del Ejército de Euzkadi en Santoña y, con él, el de los
más de 1.000 gallegos que lucharon en él. Pescadores en su mayoría que
solo conocían el mar y que, irónicamente, fueron a perder vidas y su
libertad montaña, tras valle, tras montaña.
El fin
Las de los Josetxos y muchas otras familias del Trintxerpe acabaron
regresando al barrio, cruzando la frontera de Francia en Irún cerca del
año 1938. Antes de la derrota final del Ejército de Euzkadi habían
abandonado Bilbo en barcos. Pero la provincia gallega que se encontraron
no se parecía en nada a la que habían dejado.
Era, ya, el barrio de
perdedores de los años 40. Un barrio de familias sin padres y de gente
de mar que perdió casi todo en las montañas. Un barrio sin vida y con
hambre, sin sindicatos y con represión, al que Josetxo Fariña llegó solo
con su abuela y su hermano pequeño.
“Mi abuelo se había quedado en Bilbao esperando otro barco, no cabía
en el nuestro. Al final pudo llegar, y menos mal. Si no llega a haber
venido, a mi abuela la hacen desaparecer y a nosotros nos mandan con
alguna familia por ahí. Eso se hizo mucho en aquella época”, comenta
Fariña.
La posguerra fue dura en Trintxerpe. Pescar no era factible debido a la Segunda Guerra Mundial. La escasez era lo normal y los paseos,
también. Sin embargo, el tiempo acabó por absolver a la quinta
provincia. Un cura jesuita y nacionalista de apellido Esnaola llegó como
referencia para los niños de un barrio perdido.
Poco después de la
guerra continental, la pesca se retomó y en los 50 a Trintxerpe se le
comenzó a conocer como “la mina de oro” o la “Nueva California”. La
pesca de bacalao se convirtió en el salvavidas de la comunidad. El
Trintxerpe y los habitantes de la quinta provincia acabaron por
encontrar la vida, otra vez, en el mar, alejados de las montañas que
tanto le quitaron.
Ahora, 80 años después de que bajo el caserío Trintxer solo quedasen
los gatos —y las ratas—, portugueses y africanos han tomado el testigo
de los gallegos como comunidades inmigrantes más notables. Mientras,
muchos de los que llevan apellidos gallegos visten ya txapela y hablan
euskera.
Cada día más, la herencia gallega se ciñe a la nomenclatura y
solo reductos como el Fato Cultural Daniel Castelao luchan por mantener
viva esta llama que, pese a todo, se apaga.
Por su parte, rápido aunque cada vez menos, Josetxo Fariña seguirá
paseando por el barrio para seguir grabando su historia bolígrafo en
mano, toda vez que su operación de cataratas se lo permita.
Pequeño pero
fuerte; duro, bravo y tozudo. Anarquista convencido. Protestón. Niño
huérfano de guerra que acabó por solucionarse la vida por Terranova y
los mares de medio mundo. Con apellidos gallegos pero que ya pocas
palabras recuerda en el idioma de sus padres. ¿Qué mejor metáfora que él
mismo y su historia para definir a este barrio?
Y en el bolsillo de su txamarra, en esa libretilla cuadriculada de
7x10 centímetros, el mayor ejercicio de memoria histórica que se haya
hecho por sus padres, por el padre del otro Josetxo y por todos los
gallegos y gallegas de la quinta provincia que se fueron a morir y a
luchar contra la barbarie por las montañas de Euskadi." (Fernando Mahía, CTXT, 21/03/18)
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