Manuel Fernández Padín, arrepentido de la Operación Nécora. / JAIRO VARGAS
"Hay un hombre que ya no siente frío. Viste un jersey ajado, donde lleva bordada su biografía.
- ¿Qué haces, Padín?
- Protestar contra Garzón, porque me ha arruinado la vida.
Es lunes y
Bárcenas declara en el juicio de la Gürtel, que se celebra en la sede de la Audiencia Nacional en San Fernando de Henares.
Manuel Fernández Padín
(Vilanova de Arousa, 1959) sujeta dos carteles, en los que llama
prevaricador al juez de la Operación Nécora, que en los años noventa
puso patas arriba la
Cousa Nosa. La madeja de cámaras lo ignora.
Los telediarios se hacen eco de las declaraciones del extesorero del PP e
informan de la amenaza de una ola de frío, lo que antes llamábamos
invierno.
La sombra de lo que fue un hombre pasea
alrededor de sí misma. La mañana es gélida. En España todavía hay
personas que se manifiestan solas y tratan de hacer la revolución por su
cuenta.
- Hablamos, Padín.
- Cuando quieras. Yo sigo luchando para que se haga justicia.
Han pasado varios días. Fija la cita en
una estación de cercanías de la periferia de Madrid, pero una hora antes
propone una alternativa. “Podemos quedar en el centro si me pagáis la
gasolina”. Propone una cafetería-restaurante situada detrás del Palacio
de Cibeles. Padín, sentado en un taburete, da la espalda.
A él se la
dieron primero los Charlines, el opulento clan de narcotraficantes para
el que trabajó en los ochenta, y luego el Estado, que personifica en Baltasar Garzón.
Padín podría tatuarse un mapamundi en la espalda: todo en él es
voluminoso. El jersey que lleva hoy le resta cuello y agrava su
corpulencia, como si la cabeza naciese en los hombros. Un tronco.
- ¿No tienes frío?
- Nunca. Yo vengo del norte.
Llegó hace un cuarto de siglo en furgón
policial. Rajó todo lo que pudo, no todo lo que supo. Se calló lo de los
colombianos por aquello de la corbata y describió los manejos de los
Charlines. El patriarca, Manuel Charlín Gama, amasó experiencia
con el estraperlo durante el franquismo, lo que le permitiría con los
años dar el salto de la penicilina al contrabando de tabaco.
Sus hijos
abrazaron el tráfico de hachís: la infraestructura para desembarcar los
fardos estaba perfectamente engrasada y la nueva mercancía ocupaba el
mismo espacio y entrañaba los mismos riesgos y condenas, si bien las
ganancias eran muy superiores.
Qué decir del lucro de la cocaína, que
empezó a entrar en Europa a través de Galicia después de algunos
contactos en Panamá y, sobre todo, de las buenas migas hechas en prisión
entre los capos gallegos y los cárteles colombianos, que necesitaban
dar salida a su producto debido a la presión que ejercía en Estados
Unidos la agencia antidroga.
Los capos de Cali, Medellín y
Bogotá encomendaron entonces el transporte a los narcos de las Rías
Baixas, quienes debían recoger la droga en Suramérica, alijarla en un
pesquero y descargarla en la costa española. Los pontevedreses eran
hábiles pilotos de planeadoras, la Fórmula 1 del mar. No había escudería
igual.
“Mi tarea consistía en descargarla y, luego, repartirla. La contraseña era Villanueva”. Padín había apurado la vida antes de darle un toque a su amigo Manolito Charlín
para ver si había trabajo. De niño, se crio sin su padre, embarcado en
la mercante. Si pasaba mucho tiempo sin verlo, su madre quedaba con él
en los puertos donde atracaba.
Cuando regresó a casa y Manuel ya había
cumplido los catorce, ambos salían a la mar en una pequeña lancha.
Camarones, fanecas y nécoras, un crustáceo que daría nombre a la mayor
operación antidroga efectuada en España hasta el momento. Tras estudiar
COU en Cambados, fue contratado como administrativo en una empresa de la
localidad, cuna de Sito Miñanco.
Había quien se bajaba al moro y
quien traía alucinógenos de Amsterdam. Manuel quemó las madrugadas,
hasta que a los 24 años se fue de viaje y no volvió, como quien sale a
por tabaco. “Tomé varias dosis de LSD mezcladas con alcohol, noté un
crujido en la cabeza y entré en un estado de confusión. Después de
diagnosticarme psicosis maníaco depresiva, me dieron la baja por
depresión”. Tres tristes tripis.
El trabajo se fue a la mierda.
Su matrimonio hizo aguas. “El Viejo me dijo que no había curro en las
conserveras, porque el tema del mejillón iba mal. Terminé pidiéndole a
Manolito, su hijo, que me metiese en el contrabando de tabaco”. Un día,
su hermano Melchor le anunció que había faena, por lo que debía presentarse vestido de negro, el dress code
de la noche. Se estrenó con una descarga de dos toneladas de hachís, a
la que seguiría otra de 700 kilos de cocaína.
Él había pensado que los
Charlines colaban rubio de batea, los apreciados cigarrillos que
entonces se despachaban de tapadillo en bares, tabernas y colmados. Era
algo socialmente aceptado: policías o autoridades podían perseguir y
fumar a un tiempo el Winston de contrabando. Pero aquello era farlopa, y
Padín intentó alertar a la ciudadanía: con el rostro ensombrecido, la
voz distorsionada y un gorro que disimulaba su calva incipiente, declaró
ante las cámaras de la TVG que la marea blanca amenazaba la costa
gallega. Un nieto del patriarca, con el que veía el programa en un bar
de Vilanova, lo reconoció.
No tardaría en caer en la trampa: la
policía lo paró cuando iba a realizar una entrega en Pontevedra, si bien
logró zafarse porque había ocultado con esmero la merca en el coche.
Sin embargo, al llegar a la cita fijada en un centro comercial, no lo
esperaba nadie, se puso nervioso y huyó, dejando atrás una bolsa con
cuatro kilos de cocaína. “Dieron el chivatazo, aunque no sé quién fue el
autor.
En ese momento, no me cogieron con nada, pero dijeron que la
droga era mía. Tenían que demostrarlo, pero terminé autoinculpándome
porque los Charlines me dejaron tirado: no me mandaron un abogado
ni me pagaron”. Fue detenido y enviado a la capital provincial. Tras
dos días de interrogatorio, en los que no soltó prenda a la Guardia
Civil, pateó la puerta de la celda: estaba dispuesto a cantar.
“Y al tercer día, resucitó… Les dije de quién era la droga, que
trabajaba para los Charlines y que estaba enfermo”. Padín fue trasladado
por motivos de seguridad a la cárcel de Valladolid y, luego, a la de
Carabanchel, donde coincidió con presos a los que había denunciado.
“Cuando entra en acción Garzón, me ofrece un billete de avión al destino
que eligiera, una corta estancia en una prisión canaria y protección
para mi familia. Quería que me abriera para sumar mi confesión a la del
también arrepentido Ricardo Portabales”.
Sus
declaraciones sentaron en el banquillo a casi medio centenar de
acusados. La magnitud del proceso fue tal que debió celebrarse en la
Casa de Campo. Todos vestían de sport y alguno hasta acudió a la vista en sandalias. Las reglas de estilo —hoy rebautizado casual— sólo se las saltó el patriarca Manuel Charlín, de corbata y traje gris.
En cuanto a los arrepentidos, Padín tenía pinta de playboy:
la chaqueta abierta de su traje blanco permitía adentrarse en la
frondosidad de una corbata florida; mientras que Portabales, traje
cruzado y barba poblada, parecía un dandi que ocultaba demasiado tras
sus gafas de sol, una zona oscura entre canas. Padín, sin embargo,
asegura hoy que no sabía tanto como hizo creer.
Sólo una
treintena de los acusados recibieron penas, que oscilaron entre los seis
meses de arresto y los 23 años de cárcel. Manuel Charlín Gama fue
absuelto, aunque su yerno Jorge Gabriel Outón fue condenado a veinte
años. A Laureano Oubiña, que fumaba puros esposado y despreciaba
al tribunal durante sus deposiciones, le cayeron doce por blanqueo y
delito fiscal, si bien no pudo probarse que traficase con drogas. Padín
terminó de cumplir sus ocho meses en el presidio de Toledo y, tras salir
en libertad, fue acogido por una amiga en su casa de Burgos, hasta que
un día la policía fue a buscarlo.
“Garzón, que me había hecho
declarar dos veces sin abogado, me presionó para que implicara a
Manolito Charlín como cerebro de la organización. Nunca lo imputé,
aunque a su hermano Melchor sí, porque era mi jefe”, asegura Padín.
“Métame si quiere quinientos años en prisión, llegué a decirle; porque
yo puedo jugar con mi vida, pero no con la de mi familia”.
En septiembre
de 1994, dos semanas antes de hacerse pública la sentencia, el narco Manuel Baúlo
fue asesinado a tiros por tres sicarios colombianos por atreverse a
denunciar al clan. Su mujer quedó postrada en una silla de ruedas.
Aunque la madre coraje Carmen Avendaño,
símbolo de la lucha contra la droga en las Rías Baixas, criticó la
sentencia porque algunos capos se habían ido de rositas, los Charlines
tenían en el punto de mira a Padín.
Más si cabe después de que su
testimonio posibilitase que Melchor, durante años fugado, fuera
condenado en 1998 a dieciocho años y una multa de doscientos millones de
pesetas. Una cifra sensiblemente inferior a la fortuna amasada por la
familia, cuyo embargo fue confirmado en 2007 por el Tribunal Supremo:
los bienes y sociedades habían sido valorados en treinta millones de
euros en un peritaje ordenado por Garzón en 1995.
La cabeza del
arrepentido tenía precio: “En la cárcel lo pasé muy mal, porque nos
podían cortar el cuello. Portabales y yo tuvimos que protegernos por
nuestra cuenta, por lo que pedimos que nos metiesen en celdas de
aislamiento, donde había asesinos y etarras. Sentí mucho miedo”.
Sus confesiones le valieron la condición
de testigo protegido, aunque en 2009 la Audiencia Nacional ordenó que se
le retirara la protección de la que había gozado casi veinte años. El
auto del juez Ruiz Polanco señalaba que “los riesgos se han aminorado
sustancialmente, si no totalmente”, que las normas “han venido siendo
incumplidas reiterada y descaradamente”, que los escoltas y la
mensualidad “no pueden prolongarse ad infinitum”, y que tanto
Portabales como él “han tenido tiempo sobrado de cubrir adecuadamente y
sin riesgo concreto conocido” sus necesidades.
Padín, sin
embargo, asegura que ya no puede desempeñar su antiguo oficio de
administrativo porque no cuenta con la preparación adecuada y que está
incapacitado para realizar trabajos pesados tras ser sometido en 2011 a
un trasplante de hígado, amén de sus problemas psiquiátricos.
Usted asegura que le prometieron protección vitalicia.
Sí,
aunque fueron unos hijos de puta y nos la quitaron. No puedo demostrar
muchas cosas, porque no había un contrato y el Estado te pagaba con
fondos reservados, por lo que carezco de papeles. Todo fue muy cutre.
¿Sigue temiendo represalias?
No
puedo meterme en la cabeza de los demás, pero después de veintiséis
años no creo que vayan a hacer algo contra mí, aunque tampoco puedo irme
a vivir a Galicia y ponerme a tiro. Tendría miedo de que me pudiera
pasar algo de noche.
¿La recuerda como una organización profesional o cometían chapuzas?
Te
pongo un ejemplo: a Melchor le riñeron por ir de noche en un Porsche a
Muxía, porque un coche de lujo llamaba mucho la atención en un pueblo
pequeño. A ver, muy profesionales no eran, porque en parte también
cayeron por las escuchas telefónicas.
¿Fue una época violenta?
Cuando
secuestraron a Melchor, me compró una pistola y un perro, pero no los
acepté. Entonces había ajustes de cuentas y cosas de ésas. Por ejemplo, a
Manuel Baúlo, que iba a declarar como testigo en mi causa, lo
asesinaron en su casa de Cambados.
¿La vida no valía nada?
Al
contrario que en Colombia o Sicilia, en Galicia sí que valía. De hecho,
siempre pensé que los gallegos no llegarían a matar por dinero. Por
eso, cuando empecé a ver los ajustes de cuentas y las muertes, no me lo
podía creer.
¿Por qué pensaba eso?
Creía que
tenían más sentido común y que arreglaban las cosas de otra manera, pero
estaba equivocado: se mató, se mata y se matará.
Su carrera como narco fue meteórica, pero fugaz: no cumplió ni un año en el clan.
No me gustó que anduviesen con la cocaína.
Pero usted, más allá de denunciarlo en la tele, siguió trabajando con ellos.
Sí,
porque había empezado a repartir una partida y aún no había cobrado.
Necesitaba el dinero y habíamos apalabrado cinco millones de pesetas y
una moto, que nunca recibí. Tampoco me mandaron un abogado cuando me
detuvieron, aunque ya había entregado unos cuarenta kilos. En todo caso,
no era conveniente abandonar la organización de un día para el otro sin
dar explicaciones.
¿Por qué lo dejaron en la estacada?
Ya
me habían dicho que si caíamos no me iban a mandar un abogado, pero
resulta que tampoco me pagaron para poder defenderme por mi cuenta.
De la vida carcelaria a la vida
cuartelera. El arrepentido durmió durante varios años entre policías,
hasta que comenzó una relación sentimental y solicitó un piso de
alquiler. Hasta entonces, Padín había sido un armario en el que se
habían empotrado dos escoltas: “Durante veinte años, no estuve ni un
segundo sin protección”. Escoltas estáticos y dinámicos. Turnos de 24
horas. Al final, instalado en un apartamento de Moratalaz, sólo salía a
la calle acompañado por agentes si lo solicitaba previamente. “Cuando
les daba libre, me quedaba solo”.
¿Cómo conoció a su mujer?
Era la amiga de una amiga de un escolta.
O sea, que salía de marcha con los escoltas.
Íbamos
por ahí, llenábamos el vehículo oficial de chicas, conducía yo el coche
si los policías estaban borrachos, bailaba con ellos cuando
frecuentábamos discotecas en Galicia… Hicimos de todo.
Se llevaba bien con ellos.
Con la mayoría, sí. Por mí han pasado unos cincuenta o sesenta escoltas. Aunque ahora ya no los veo, hice amistad con algunos.
Vamos, que tenía libertad de movimientos. Como si le daba por ir al Santiago Bernabéu...
Claro.
De hecho, fui muchas veces. Hubo una época en la que seguí al Deportivo
por España adelante. También estuve de vacaciones en la República
Dominicana sin escoltas. No les dije nada, sólo que se tomaran quince
días libres; y ellos contentísimos, claro. Le generamos gastos al
Estado, pero gracias a nosotros les incautaron a los Charlines treinta
millones de euros, sin contar los años de prisión que les cayeron.
¿Se arrepiente de haber declarado contra ellos?
A día de hoy, sí que me arrepiento. Si llego a saber que el Estado terminaría dejándome tirado, me lo hubiera pensado dos veces.
¿Hubiese preferido la cárcel?
No,
pero me habría enfrentado a un juicio para ver si aquella bolsa era mía
o no. Porque, entonces, mi declaración no me garantizaba que fuera a
salir de prisión. La gente cree que lo hice a cambio de tener escolta,
llevar una vida —entre comillas— de puta madre y evitar la cárcel. Sin
embargo, cuando confesé por primera vez en Pontevedra, nadie me prometió
eso. Es más, no conocía a Garzón, ni aún existía la Operación Nécora.
Insisto: ¿por qué confesó ante la Guardia Civil tras ser detenido?
Por
darle continuidad a lo que había denunciado en la TVG. ¿Por qué no se
lo conté a las autoridades? ¡Porque tonto no soy! Lo hice por mi
enfermedad y en homenaje a mis amigos muertos, pero fui idiota. No hay
que tener sentimentalismos, ni pensar que la droga está haciendo daño,
porque a la gente le importa tres cojones.
Padín se casó hace siete u ocho años, no
lo recuerda bien. “Vendí la alianza, que llevaba la fecha de la boda,
porque me hacía falta el dinero”. Acaricia el dedo. No hay marca del
anillo.
¿Ha buscado trabajo?
Lo sigo buscando, y
ojalá que lo encontrara. Lo que pasa es que tengo una discapacidad del
69%, porque soy trasplantado y padezco una psicosis.
¿A qué se dedica su mujer?
Recibíamos una renta mínima de inserción social, aunque hace un mes y medio encontró trabajo en una empresa de catering.
¿Pero de qué han vivido estos últimos años?
Muy
malamente, con lo justo. No salgo de casa y no tengo gastos. Cuando
estaba protegido, me daban casi mil euros y me pagaban el piso. Luego,
recibí una pensión no contributiva por la discapacidad y una renta
mínima de inserción social. En total, setecientos y pico euros, pero el
piso cuesta quinientos. Además, tengo un hijo de dieciocho años que
estudia un ciclo formativo de grado medio. Tiene una discapacidad del
33%, porque tuvo problemas al nacer y le quedaron secuelas.

El equipo Dejadnos Vivir, en el verano del 82. Sólo sobrevivieron tres jugadores, entre ellos Padín, a la derecha
A sus años, Padín tenía toda la vida por
delante, aunque la de sus coetáneos se fue achicando. La icónica
fotografía tomada en el verano del 82 al equipo de futbito Dejadnos
Vivir articuló el reportaje Marea blanca, realizado por el
programa Documentos TV. Todos sus integrantes —que lucían en sus
camisetas la A de anarquía— murieron, excepto tres: un hermano suyo, el
hijo del carnicero y él.
“Casi todos mis amigos eran consumidores y sólo
sobrevivimos quienes no le dimos muy fuerte al tema”, rememora.
“Durante una época, esnifé heroína y también cocaína, pero nunca fui un
yonqui ni un adicto. Ellos podían meterse un chute y conducir mientras
escuchaban a Lou Reed o a los Rolling Stones, pero yo tenía que
estar de cara al público en la oficina. Lo hacía por ocio: era un
drogadicto de fin de semana, algo que abunda”.
Cuando ves la fotografía...
Miro para ellos.
Después de lo vivido y lo sabido, ¿cambiarías cosas de entonces?
Claro.
No hubiera consumido tres dosis de LSD. A toro pasado, es muy fácil
hablar, pero intentaría no abusar de las drogas y, a ser posible, no
consumirlas. Porque en aquel tiempo me veía joven y fuerte, pero…
¿Cómo se lleva con su madre?
Bien,
aunque tuve muchos problemas con mi familia por meterme donde me metí.
Al cabo de los años, el trato se normalizó un poco, pero estuvieron
enfadados conmigo durante mucho tiempo.
¿Quiere decir que la sociedad no aceptaba a los narcos?
Desde
luego, mi familia no me lo perdona, porque además fue muy criticada por
mi culpa. Pero la gente con dinero no estaba mal vista y los vecinos
disimulaban. Los narcos son respetados porque tienen mucho dinero y, si
no, se hacen respetar. No dependen de nadie, aunque los demás sí que
dependíamos de sus puestos de trabajo.
La economía local estaba infiltrada por su dinero.
Montaron
negocios para invertir y para blanquear: inmobiliarias, gasolineras,
propiedades… No era normal que en Vilanova hubiera tantos bares por
habitante.
Incluso financiaban a los partidos políticos, como le comentó un juez a Nacho Carretero, el autor de Fariña, ¿no?
El dinero tiene un poder de corrupción muy grande.
¿Feijóo conocía a…?
Feijóo conocía al narco Marcial Dorado y sabía de sobra que estaba con un delincuente.
¿Por qué cree que se codeaba con él?
Por
intereses económicos y sociales. El dinero corrompe. Si nos ponemos a
pensar, ¿por qué estaba Feijóo con Dorado en un yate? ¿Qué hacía?
Debería explicarlo.
¿Qué hacía?
Meterse cocaína y
disfrutar de los beneficios que proporciona estar al lado de una gente
con tanto poder económico. Como hice yo, por ejemplo, con los Charlines:
disfrutar de la vida.
¿Y usted logró disfrutar de la vida cuando vivía encerrado en los cuarteles?
Lo llevé lo mejor que pude, aunque tenía miedos inconcretos.
Considera que fue abandonado primero por los Charlines y luego por el Estado.
Ahora estoy más rebotado con el Estado que con los Charlines.
Y se la tiene jurada a Garzón. ¿Por qué?
Porque
no cumplió lo pactado. Tuvo el poder suficiente —si no como juez
instructor, sí como político— para arreglar lo que él y el fiscal
antidroga Javier Zaragoza me habían prometido. A lo largo de
veinte años, Portabales y yo hablamos muchas veces con ellos, nos
hicimos bromas, lloramos…
Nos prometieron un final feliz: que tendríamos
un buen trabajo en España o en el extranjero, que estaríamos protegidos
toda la vida por la policía y que íbamos a recibir una indemnización
para reiniciar nuestras vidas en cualquier sitio. No se lo perdono, ni
se lo perdonaré nunca. El otro día me dijo un abogado: “Lo siento mucho
por usted, pero lo han engañado”.
¿Le destrozaron la vida los Charlines y Garzón o se la destrozó usted mismo?
Yo
también, yo también. La vida es simpática y anecdótica de carajo. Antes
de trabajar para ellos y de que me detuvieran, no tenía fuerzas y me
rondaba la idea del suicidio. Estaba mal y pensaba en poner la cabeza
sobre las vías del tren en Vilagarcía. Eso sucedió después de venir
derrotado de Australia y de Canarias, donde intenté rehacer mi vida.
¿Qué hizo allí?
Estuve en
Sídney y en todas las islas. Dormía en la calle y trabajaba de albañil,
de camarero, de barrendero, de recadero… Pero no encontré estabilidad
psíquica, emocional ni de ningún tipo. Fracasé en ambos sitios y regresé
a Galicia. Pensé que si no había trabajo, intentaría meterme en el
contrabando. Se fiaron de mí porque Manolito Charlín había sido amigo
mío. Aunque nunca se fían al cien por cien, necesitan a alguien que haga
el trabajo sucio.
Padín tiene cuatro hermanos. Dos viven
con su madre en Vilanova. Rafael, el que también sale en la foto del
equipo maldito, es policía municipal en A Illa de Arousa. El cuarto
reside en Vigo. Él pasa estrecheces en una localidad de la periferia de
Madrid, aunque no deja de verter en los medios de comunicación su causa,
que ha plasmado en el libro
¡Dejadnos Vivir! La generación perdida (
Hércules de Ediciones).
“Estoy pensando en meterme en abogados para reclamarle al Estado lo que
no cotizó por mí a la Seguridad Social”, afirma. “Y no descarto alguna
movilización drástica”.
¿Es posible olvidar?
No, ¡qué va! Incluso ahora, años después, sigues con los narcos a vueltas, porque tienes miedos y desconfianza.
¿Le gustaría retirarse en su pueblo?
Sí.
En Vilanova, en A Coruña o en Vigo. Cuando llegué aquí, echaba de menos
hablar en gallego y llegué a pedir que me destinasen a Galicia. Durante
mucho tiempo, me decían: “Tú entraste en Madrid, pero Madrid no entró
en ti”. Al salir de la cárcel, estando en el cuartel, gasté tanto dinero
hablando con mi familia y mis amigos que me quitaron el teléfono.
¿En qué le apetecería trabajar?
De
transportista o mensajero. En algo que me permita estar entretenido en
la calle o en una cosa tranquilita, porque ya no puedo realizar
esfuerzos. Incluso currar de recadero, porque se me da bien hacer
gestiones ante la Administración.