"No sé qué conclusiones sacará cada uno sobre estos –¿cinco?, ¿diez?– días que conmovieron el mundo. Las que haya podido extraer Pablo Casado, desde luego, son obvias. Las de quien hace tres años le apoyó o las de quien puso palos en las ruedas de la ambición de Feijóo por suceder a su paisano Rajoy, también. Si el entonces y actual presidente de la Xunta hubiese dado aquella batalla que parecía fácil, además de ahorrarse tener que hacer poco después un Boabdil, hoy estaría al frente de un partido más cohesionado orgánica e ideológicamente y menos asediado por todos los frentes, desde el derecho hasta el interno. Pero Alberto Núñez Feijóo (ANF) ha salido de bastantes peores. No es el joven atolondrado que un PP herido –e igual de atolondrado– por una moción de censura que consideraba antidemocrática, filoetarra y bolivariana eligió paladín sin revisarle las hechuras. De hecho, para la gerontofóbica política española, ANF ni siquiera es joven: tiene 60 años.
“Yo nací en una casa en la que se mataba”, confesó Feijóo en sede parlamentaria el 7 de octubre de 2014, según recordaba estos días el periodista Feliciano López en Twitter. No es que estuviese reivindicando sus logros a pesar de proceder de una familia altamente desestructurada. El presidente de la Xunta estaba presumiendo de orígenes ante Xosé Manuel Beiras, el histórico líder nacionalista que entonces compartía con Yolanda Díaz la portavocía de Alternativa Galega de Esquerdas. Cuando Núñez Feijóo era niño, todas las familias rurales o semiurbanas “mataban”. Cerdos, no hacía falta especificar, ni siquiera usar el término “matanza”: era a mata. Ahora que ha crecido, en su otra familia, la política –y no solo en la suya–, también se estila el matar, en este caso, honras. De hecho, aquel niño que veía eviscerar marranos en casa ha llegado a la presidencia del PP de Galicia, y llegará muy probablemente a la del PP a secas gracias a dos matas orquestadas en Génova o aledaños con 20 años de diferencia.
Alberto Núñez Feijóo, como se hartarán de leer estos días, nació en 1961 en Os Peares, en lo que la Wikipedia en español denomina “una pequeña villa”, aunque en realidad son cinco núcleos de población repartidos entre dos provincias, tres ríos y cuatro ayuntamientos, todo eso para ciento y medio de habitantes. Después de estudiar Derecho en Santiago, quería ser juez, pero como despidieron a su padre de la hidroeléctrica en la que trabajaba, preparó las oposiciones a la Xunta y sacó el número dos. Cobijado bajo el ala de José Manuel Romay Beccaría (bajo la otra estaba Rajoy), anidó primero en el Servicio Galego de Saúde (SERGAS) y después en el Insalud. En 2003, con el carné del PP recién estrenado, Álvarez Cascos lo puso al frente de Correos. Allí estaba cuando tuvo lugar la primera mata. Las circunstancias en las que se produjo no les sorprenderán.
Lo del Prestige no fue una pandemia, pero también era una crisis en la que escaseaba lo necesario. En Galicia se acabaron desde los botellines de agua hasta los contenedores de basura y, por supuesto, los equipos de limpieza. Una empresa familiar del consejero de Política Territorial y eterno delfín de Manuel Fraga, Xosé Cuiña, había suministrado a la Xunta palas y equipos de protección y alguien hizo lo propio con esa información a la Ser. Al final, no se acreditó beneficio alguno (eran 8.500 trajes de agua y 3.000 palas, que habían costado 41.970 euros. Una media de 3,65 euros por pieza) pero Cuiña, que esperaba una llamada de Fraga para ser, por fin, designado vicepresidente y ponerse al frente de la crisis, lo que recibió fue la patada. O una petición de dimisión, que es lo mismo, o lo era en aquellos tiempos. Después de tres legislaturas, el primer vicepresidente que tendría Manuel Fraga no sería el auténtico factótum del partido, sino el semidesconocido Alberto Núñez Feijóo. Como se diría décadas después, Génova manda y no tu panda.
Al año siguiente, sin cargo institucional alguno, y sin más armas que las lealtades que le debían, Cuiña perdió las primarias a la presidencia del PP de Galicia –las últimas que hubo– frente al candidato del aparato, Feijóo. En la política española, sobre todo en las derechas, los usos que rigen son los del feudalismo, como bien sabe ahora Pablo Casado: el poder no lo dan los títulos, sino el territorio, es decir, la capacidad de ejecución presupuestaria. Las adhesiones no cotizan o, como dijo uno de los más hábiles políticos conservadores gallegos, que consiguió que su inhabilitación fuese posterior a su jubilación, los favores no se deben siempre.
Fraga perdió las siguientes elecciones, y el PP de Galicia, ya con Feijóo al frente, sus formas. Quizá fuese la influencia del padrino Cascos, pero el nuevo líder de la derecha inauguró el casadismo antes de Casado. Proclamó que la ley de normalización lingüística que había aprobado el Parlamento por unanimidad (ergo, con los votos de su partido, el del patrón incluido) suponía la imposición del idioma gallego y denunció que en las guarderías se adoctrinaba a los niños y se les obligaba a llevar un mandilón uniformado como en la China comunista. Cuando reapareció oportunamente en prensa una foto, que ya se había difundido años atrás, del vicepresidente nacionalista en el yate de un empresario exigió su dimisión. Aquellas elecciones, las de 2009, las ganó.
Lo primero que hizo, nada más acceder a la presidencia del gobierno gallego (además de nombrar gerente del área Sanitaria de Ourense a su prima Eloína Núñez), fue derogar el concurso eólico que había otorgado el gobierno de coalición PSdeG-BNG con el criterio de la creación de empleo y en el que habían resultado ganadores UTEs de capital gallego. El abrazo más entusiasta en su toma de posesión fue el de Ignacio Sánchez Galán, entonces presidente de Iberdrola, y ahora también, pero además imputado en el caso Villarejo. En la actualidad todos los parques eólicos son de las grandes empresas.
No es el único compañero de posado de Feijóo que ha acabado con cita judicial. Está también Marcial Dorado, el amigo de vacaciones en el mar y la nieve que, al tiempo que traficaba con sustancias perjudiciales para la salud, suministraba combustible a la Consellería de Sanidad en la que trabajaba su compañero de navegación. En alguna cárcel de México sigue Emilio Lozoya, condenado por corrupción, lavado de dinero, tráfico de influencias y crimen organizado. Antes de ser detenido a la fuga en Madrid en 2020, Lozoya era director general de Petróleos Mexicanos (PEMEX), el amigo americano de Feijóo y su baza electoral en un momento muy delicado de la construcción naval gallega. PEMEX no llegó a construir en Galicia la flota de buques prometida, pero sí se hizo con el astillero vigués Barreras (y su avanzado know how) a precio de ganga. Tampoco tuvo suerte ANF con sus relaciones financieras. Los directivos de las cajas gallegas, cuya fusión promovió –vamos a llamarlo así–, acabaron en su mayoría en la cárcel. ¿Malas compañías o malos hábitos?
Pese a ello, ya sabrán, él ha ganado por mayoría absoluta en cuatro ocasiones. Algo que combina mal con el dato de que su partido no ha logrado mantener la alcaldía de ninguna ciudad de más de 20.000 habitantes y solo ha conservado una de las cuatro diputaciones. Consciente de ello, Alberto Núñez Feijóo no se presenta a las elecciones como candidato del PP, sino de Galicia. No les voy a aburrir con el relato de la gestión de ANF en estos trece años. No ha habido ningún descuadre en las cuentas, ha pagado puntual y mensualmente las nóminas de los funcionarios, los colegios han abierto y cerrado cuando tocaba (aunque uno de cada diez no haya vuelto a abrir), el sistema financiero gallego ha desaparecido, algunos viejos emigrantes vuelven y los jóvenes se marchan a decenas de miles con sus títulos universitarios debajo del brazo. Inditex, Citroën, las plantas de generación de energía y las vacas siguen haciendo de Galicia una comunidad netamente exportadora y los marineros siguen pescando en todos los mares que pueden, aunque esos méritos no creo que puedan ser atribuidos a Feijóo. Lo cierto es que Galicia, una de las regiones europeas que más fondos comunitarios recibe (aunque su gobierno no logra ejecutar más allá del 50%), ha visto cómo su PIB ha descendido desde la llegada de ANF del puesto 83 al 75 (si tomamos como referencia 100 el de la Unión Europea).
Por lo demás, se comporta como un buen liberal. Así, de memoria: ha privatizado las residencias de mayores que heredó del gobierno anterior y que eran de un consorcio público (las entregó a una multinacional regida por una compañera de partido y en ellas se produjo la mayor mortandad a causa de la covid 19); redujo y recentralizó la sanidad pública; el único espacio libre de macroaerogeneradores eólicos acabará siendo la Praza do Obradoiro; rebajó las multas por dejar secos los pantanos de 300.000 euros a un máximo de 25.000… lo esperable. Quizá sí se le pueda atribuir en parte el hecho de que los partidos de la oposición se hayan dedicado todos estos años a pegarse tiros en el pie, o a los rivales. El PSdeG no ha repetido candidato desde 2009 (y ahora no se sabe quién lo será en las próximas elecciones), AGE y su sucesora En Marea irrumpieron con la fuerza de un tsunami y desaparecieron como lágrimas en la lluvia.
Todo eso posiblemente no ocurriría, o no ocurriría así, si no se diesen dos circunstancias. Una, el palio mediático. De titanio. La Xunta riega con millones de euros los medios de comunicación privados con el esmero de un cultivador de orquídeas. En la primera legislatura de ANF, el gasto reconocido en publicidad fueron 25,4 millones de euros (40,7 si añadimos lo del Xacobeo 2010). Hace poco el diario Nós, basándose en el registro de convenios de la Xunta en 2017, estimaba las subvenciones de aquel año en 20,3 millones de euros, el 90% adjudicados sin haber sido convocadas en el Diario Oficial de Galicia. La crisis de 2008 barrió la práctica totalidad de los medios críticos, pero el colchón institucional amortiguó la caída de los de toda la vida. Únicamente así se entiende que en una comunidad con solo siete ciudades de más de 75.000 habitantes se editen diariamente doce periódicos. En cuanto a los medios públicos, las plantillas de la CRTVG llevan manifestándose en demanda de una información plural 200 semanas. Cerca de cuatro años, viernes negro a viernes negro.
La otra circunstancia es que Feijóo es un político hábil. Incluso mucho, si lo comparamos con lo que hay. Puede ser el Casado más barriobajero: “La señora Pontón está muy necesitada”, le espetó no hace mucho a la líder de la oposición, la nacionalista Ana Pontón. Pero sobre todo es un gran tertuliano, en el sentido más peyorativo, o en el más exacto, en el que quieran. Es un experto en echar balones fuera o en dar respuestas que tienen una relación tangencial con lo preguntado. El pasado diciembre, la líder del BNG le leyó 23 titulares de los últimos meses –“y podría estarlo haciendo 24 horas más”– en los que Feijóo echaba la culpa de distintos males, de los contagios a la crisis de la industria gallega, a una serie de sospechosos habituales o novedosos: la ciudadanía, Portugal, Alcoa, el Gobierno central, los universitarios, la oposición, Catalunya, el Banco de España o Zapatero. Incluso le echó la culpa a Vox de que el BNG hubiese entrado en el Congreso.
La misma víspera de coger un avión a Madrid para liderar la mata de Casado, su némesis le espetó en la cámara: “Es legítimo que tenga las aspiraciones que considere, pero tiene que escoger entre Galicia y el PP, porque Galicia no es la sala de espera de sus ambiciones personales”. Feijóo barajó los tres elementos (Galicia, PP, Madrid) y puso la bolita del verbo “escoger” en el cubilete que quiso: “No señoría. Galicia siempre escogió al PP y siempre dijo que no a los nacionalistas gallegos”, respondió. Y aprovechó para darle un viaje a Yolanda Díaz, como si estuviese presente ella o algún correligionario: “Los que se sentaban a su lado son los que están en Madrid”. Obviamente, ya tenía la reserva de vuelo en el bolsillo, de la misma forma que era perfectamente consciente de sus paseos en la lancha de un narcotraficante cuando pedía la dimisión de un rival por aparecer en el yate de un empresario.
Como líder del PP de España, Feijoo no carecerá de paraguas mediático, pero sin tanta capacidad de inversión publicitaria ya no será impermeable, y quizá alguien empiece a ver con la necesaria lupa que se usa en las democracias los contratos que su administración ha adjudicado y a quién. El 27 de febrero, Público contó que la empresa que dirige la hermana de Feijóo, Micaela, en Galicia recibió adjudicaciones récord de la Xunta antes de ascenderla a su actual puesto.
Y la relación de altos cargos imputados en según qué casos. Claro que tampoco ha aclarado en qué circunstancias aterrizará. Lo lógico sería mantener la presidencia del PP de Galicia y de la Xunta hasta que el congreso de abril concrete la oferta de trabajo que se le ha hecho, pero la combinación de ambos cargos no podrá ir mucho más allá, incluso con el lapso veraniego. Y está el hecho de que, gracias a la magnanimidad de Pedro Sánchez, que ha prometido no adelantar las elecciones, la oposición la marcarán Abascal en la carrera de San Jerónimo y Ayuso en la Puerta del Sol, y el único púlpito que le queda al nuevo es el balcón de Génova. Hay quien baraja en Galicia la opción de que acceda al Senado mediante designación autonómica, pero no parece una salida muy digna. Prácticamente es lo único que se baraja porque, en cuestión de sucesión, todos saben que quien mueva un pie o alce una mano arriesga la cabeza.
Se dice que a Fraga, en su vuelta a Galicia, le
recomendaron como modelo a imitar el Spencer Tracy de la última época,
desastrado y gruñón, pero entrañable. Rajoy era un engañoso Míster Chance,
el jardinero encarnado por Peter Sellers que llegaba a la presidencia
de los EUA sin saber muy bien cómo. Feijóo puede ser Gregory Peck, que
lo mismo encarna al valiente Atticus Finch de Matar a un ruiseñor que al hermano macarra de Joseph Cotten en Duelo al sol. Ahora les toca a ustedes disfrutar de la película. " (Xosé Manuel Pereiro , CTXT, 27/02/22)
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